Ellos creían que estaban discutiendo a gritos cuando se cortó la luz. O eso hubieran creído, de tener que medir el grado de violencia de la discusión. En realidad, no gritaban para nada, ni los oía ningún vecino, otra preocupación que no se les cruzaba por la cabeza. Antes quizá sí, cuando empezó todo, como empezaba siempre, pero habían llegado a ese momento en que se dicen cosas que uno ni siquiera sabía que tenía adentro, cosas que solamente parecen ciertas en lo peor de una discusión y después no alcanza la vida para arrepentirse de haber dicho, y quedan grabadas para siempre en el rincón más vulnerable del otro. Era de día, eran las siete de la tarde y por eso no se dieron cuenta cuando se cortó la luz. Ella ya dejaba que el pelo le tapase la cara, fumaba como un vampiro y decía con voz increíblemente áspera cosas como:
—Por supuesto que estoy harta, y por supuesto que tengo
razón. Vos no entendés nada. Vivís en tu burbuja, y todo lo que no te interesa
lo ignoras olímpicamente. Si ves un ciego por la calle te fijas en sus
anteojos, o en el perro, pero ni se te ocurre pensar que el pobre tipo necesita
ayuda. Si alguien cuenta que está angustiado, lo que te asombra es que no haya
ido al cine para olvidarse, como hacés vos. ¿Querías saber lo que más odio de
vos? Eso. Que siempre trates de pasarla lo mejor posible. Incluso cuando se
supone que estás sufriendo. Eso es lo que más odio de vos.
Mientras tanto, él no podía parar de ir y venir por el
living, de morderse el labio de abajo y el de arriba y repetir:
—¿Que yo qué?
¿Ah, sí? No me digas.
Después la discusión terminó. O los agotó. Ella movió un
par de veces la cabeza mientras daba la última pitada, apagó el cigarrillo y se
fue por el corredor. Él no fue a
ningún lado. Se sentó, por fin, y estuvo mirando por la ventana hasta que le
dolió el cuello de tenerlo
tanto tiempo torcido.
Cuando volvió a enfocar el living se dio cuenta de que ya era de noche. No sólo de
eso, aunque fue lo que descubrió primero. También
supo, de pronto, que ya no la quería. Peor: que ella lo dominaba. Así
pensó: antes yo era salvaje, tenía polenta, no pensaba estas cosas, ella me
volvió blando, ahora cuando estoy enfurecido pienso cómo tendría que mostrar
que estoy enfurecido, ella es una mierda, ella tiene la culpa y es mucho más
idiota de lo que cree si no piensa que yo estoy mucho más harto que ella.
Entonces pensó en otras chicas. Primero empezó a retroceder
en el tiempo hasta verse menos poca cosa, hasta verse con otras chicas casi
como un héroe, con otras
con
las cuales no había durado ni un suspiro y por eso parecía tan
invulnerablemente joven. Pensó en cada una de sus novias: las que no llegó a besar, las que besó pero no llegó a
enamorar del todo, las que le permitieron todo pero no le gustaban tanto. Le
parecieron pocas. Entonces pensó en aquellas con las que pudo serle infiel a
ella y no le fue. Pero no tenía la absoluta seguridad de que hubieran estado
realmente dispuestas. Así que pasó a las amigas de sus amigos. Empezaron a
desfilar por su cabeza escenas fugaces en cocinas y pasillos, silencios
levemente incómodos y cargados de sentido, miradas furtivas, torpes, intensas. Todas las escenas venían con ruido de
fondo: carcajadas, música, vasos y botellas tintineando, voces que tapaban
otras voces.
Cuando iba a pasar a las amigas de ella se quedó sin
fuerzas. Volvió a odiarla por
haberle quitado la ferocidad, por haber acelerado el paso del tiempo. Pensó en
cómo creía que iba a ser a los veintisiete cuando tenía veinte. No; ése no era
el problema. La casa. Eso sí. Se alivió de que hubiera espacio suficiente para
que pudieran no verse o ignorarse en ese momento, y se volvió a amargar cuando
pensó que uno de los dos iba a quedarse con la casa. Que uno de los dos tendría
que irse (él, le daba odio que fuese
él). Que terminarían por venderla. En la oscuridad total sintió que conocía esa casa de memoria: podía ir y venir a oscuras sin chocarse con los muebles, acertando a tientas el lugar
justo del picaporte, de la manija del cajón, de la perilla de la luz. Qué
importaba que ella hubiese elegido los muebles y el color de las paredes. Él
trataba a la casa como a un ser vivo; él caminaba de noche por los cuartos y
conocía los más mínimos murmullos y crujidos de cada ambiente; él hablaba con la casa cuando tenía insomnio.
Entonces pensó en todas las cosas que no había podido hacer
desde que estaba con ella. No hubo enumeración, las pensó en abstracto, como un
todo que le faltaba entero y absolutamente, como una sola cosa indefinible.
Ella seguramente no se daba cuenta de eso, tampoco. Ella ni siquiera se atrevía
a pensar cosas y no hacerlas. Ella tenía más miedo, aunque el domesticado fuese
él. Se sintió más generoso, más vulnerable, más herido y heroico que ella. En
realidad, se empezaba a sentir como un estúpido.
No. Estúpido no: solo. Solo como una pizza bajo la lluvia.
Eso era robado: Lou, o Dylan, o
Cohen, o algún otro. A oscuras uno está más solo, pensó, y eso sí que era de
él. Así que siguió pensando: a oscuras de verdad, cuando hay apagón, cuando no
existe la posibilidad de zafar, de
prender una luz o la televisión, de poner un disco, de hojear una revista, de abrir la heladera, ni nada. A
oscuras, en una casa a oscuras, en un barrio a oscuras. Como ahora.
Afuera no se oía ni siquiera el caos del tránsito sin
semáforos. Nada. Se asomó por la ventana. Cerró los ojos, volvió a abrirlos.
Era igual. Entonces empezó a oír algo: un rumor.
El rumor del pensamiento de todos los que estaban pensando lo mismo que
él. Como si, en la oscuridad, los edificios se convirtieran en una colmena
cerebral hiperactiva. De cada ventana
abierta salía el mismo rumor, que espesaba más
la
noche húmeda y silenciosa. Eso era la soledad. Eso era lo que estaban pensando
todos los que estaban pensando lo mismo que él en ese momento. Que sus novias o
esposas no entendían un carajo de nada; que las chicas ajenas o solas quizá si
entendieran y seguramente estarían encantadas de tener a su lado tipos así, de
poder elegir.
Pensó un poco más y de pronto supo que, cuando volviese la
luz, todos iban a olvidarse ipso facto de lo que habían pensado. Prenderían la
televisión, pondrían la música a todo volumen, se reconciliarían con sus chicas
casi sin darse cuenta, en cuanto las viesen preparar una picadita o llegar de
la rotisería con un paquete humeante de canelones. Como si lo que pasaba en esa
oscuridad fuese algo provisorio, para matar la espera únicamente. Como si no
fuesen ellos los que pensaban sino el fastidio del apagón y de la inactividad
obligada.
Pero él no. Él no iba a olvidarse de todas esas cosas. Y no
sólo de eso. Él empezaba a ver ahora lo que haría de su vida, a partir de ese
momento. Algo sencillamente espectacular, tan simple y perfecto que le pareció
increíble no haberlo pensado antes. Algo épico, solitario, altruista e
insanamente divertido a la vez. Que consistiría en repetir y perfeccionar lo
que se le ocurrió en un bar esa misma tarde, cuando la chica de la mesa de al lado pidió un agua mineral bien helada y él la vio tan enloquecedoramente perfecta que
pensó: «Ni un guiso de mondongo te haría mella, creeme». O lo que pudo decirle
a la pelirroja de pecas y cara de sueño que vio subir a su colectivo esa
mañana: «Hasta que te vi mi día era en blanco y negro».
Eso era lo que iba a hacer. Porque esas dos chicas no sólo
eran descomunales: también parecían tener una conciencia dolorosa de su
belleza. Y parecían necesitar sutiles corroboraciones para seguir conviviendo
con lo que eran. No piropos, sino dosis
verbales de fe.
Había millones de chicas por la calle que creían realmente
que ser lindas era un problema, un verdadero karma que nadie parecía tomar en
serio. Y él iba a convertirse en el auténtico paladín
de todas esas chicas cuya belleza les exacerbaba la sensibilidad acerca de sí mismas y las
inquietaba cada vez más. Una especie de peregrino sensual, inoculador de
secreta fe en el corazón de las mujeres más dolorosamente hermosas que se le
cruzaran por el camino, y todo por el imperativo estético de defender el áspero
fulgor de esa belleza. Calculó que, si se dedicaba a fondo a eso durante
digamos veinte años,
a la larga tendría la casi seguridad de ser, en
gran medida, el artífice de la hermosura de todas las mujeres que pisaran las
calles de Buenos Aires, el visionario descubridor de aquello que sería el
elemento esencial de todas ellas, su más profunda identidad.
Y la culminación de ese apostolado sería que una de ellas,
la más increíblemente hermosa y lúcida, la más eternamente joven de todas, se
daría cuenta y se enamoraría de él, sentiría que había una complicidad esencial
entre los dos y conseguiría que él abandonara su solitario peregrinaje y se
fuese con ella a ser felices para siempre.
¿Infantil? Era una idea totalmente extraordinaria. O
acaso no existían hombres
capaces
de apreciar eléctricamente la belleza femenina y el karma que significa la
belleza para esas chicas. El asunto del romance coronando su tarea era, quizás,
un poquito excesivo, ¿pero quién era él para negar los milagros?
Miró el reloj:
las diez y dos minutos.
Se levantó del sillón y volvió a asomarse por la ventana. Iba a gritar, o algo así. Qué esperaban los de SEGBA
para devolver la luz. Empezó a decir en voz baja:
«Ahora, ahora, ya viene, falta
poco, cada vez menos, que vuelva de una puta vez». Tanteó hasta encontrar la perilla de la
lámpara. Apretó, pero nada. Respiró hondo, contó de sesenta hasta cero y volvió
a probar. Nada.
Entonces empezó la picazón. De golpe, porque sí, y difusa,
en distintos puntos de su cara. Se rascó con la yema de los dedos, después con
las uñas, pero le picaba en el hueso. Empezó a ararse la mandíbula con las dos
manos, con una suave y con la otra fuerte, y a ponerse nervioso. Pensó que se
le estaba hinchando la cara, y de pronto tuvo la imperiosa necesidad de
comprobar frente al espejo si su mandíbula estaba igual que siempre.
Fue hasta el baño, sin hacer ruido, descalzo como estaba.
Se acercó al espejo y apoyó las manos en el vidrio. Apenas alcanzaba a
distinguir un charco de negrura frente a su cara. Apoyó la frente, cerró y
abrió los ojos. La picazón iba cediendo, a medida que el vidrio se entibiaba
contra la piel de su cara. Pensó por qué pasaban esas cosas, por qué las
disyuntivas tenían que ser así de terribles. ¿O era él que se planteaba las
cosas a la tremenda? Había algo que justificaba empezar de nuevo con todo el
razonamiento, pero de sólo pensarlo volvió a sentir esa piedra de odio en el
plexo, ya fría, cada vez más fría. Hasta de eso tenía la culpa ella, hasta el
odio le había domesticado.
Entonces volvió la luz. No en el baño, pero sí en otras
partes de la casa y en las ventanas del edificio de enfrente. Oyó un murmullo
lejano que podía ser de decepción o alegría y empezaron a sonar de golpe
televisores y radios. Él pensó: fin del interludio reflexivo, la vida continúa.
Pero no se movió. Alcanzaba a distinguir los objetos que había sobre la mesada
del baño, por la claridad que entraba por la ventana y llegaba del living: el
vaso con los cepillos de dientes, la Prestobarba azul, los frascos de perfume
de ella.
Retrocedió dos pasos y miró hacia la ventana. Pero ahí se
quedó, clavado al piso. La bañadera estaba llena de agua, y en el agua estaba
ella. Desnuda, con los ojos cerrados, la frente perlada de humedad y el pelo
empapado echado hacia atrás, sobresaliendo del borde, suspendido en el aire y
goteando.
Pensó: está mojando el piso. Pensó: está muerta. Pero el
agua se movía casi imperceptiblemente, al ritmo de la respiración de ella. Miró
las tetas que subían y bajaban apenas en el agua. Pensó: está dormida, no le
importa que vuelva la luz, ni siquiera se dio cuenta de que estuvimos a
oscuras, porque ella no piensa, no se plantea nada, nunca va más allá de ella
misma. Pensó: ya no la quiero. Pensó: y ella,
¿me querrá?
Retrocedió dos pasos
más, agarró uno de los cepillos de dientes, siguió
retrocediendo
hasta salir del baño y se lo tiró desde ahí. Ella se despertó en el acto.
Chapoteó ridículamente, estiró las piernas bajo el agua y, echando la cabeza más para atrás y un poco al costado, dijo,
demasiado fuerte, como si fuese necesario que la oyeran en toda la casa:
—Miguel, ¿volvió la luz?
Él se quedó en donde estaba, aguantando la respiración.
Ella volvió a llamarlo, pero esta vez dijo Miguelito. Él pensó: puta de mierda.
Pensó: debería matarla
en este momento. Después
prendió la luz del pasillo y quedó con las manos apoyadas en el marco de la
puerta del baño.
—¿Estabas ahí todo el tiempo? —dijo ella—. Me quedé
totalmente dormida, qué increíble. ¿Es muy tarde?
—Tarde para qué
—dijo él.
Ella se incorporó
un poco, movió la cabeza
para un lado y para el otro y se pasó la mano por la nuca.
—No sé —dijo con esa voz que a él le ponía los pelos de
punta—. Para que me des un masaje, por ejemplo.
Y miró de reojo
hacía la puerta.
Él seguía como hipnotizado el movimiento de la mano que iba
y volvía por el cuello, debajo de la melena mojada. Sintió que algo cedía y
algo se endurecía en su cuerpo, y pensó que, si realmente iba a convertirse en
el paladín sensual de las mujeres, tenía enfrente una que parecía necesitar una
ayudita para seguir soportando su belleza. En el momento en que se frenó
delante de la bañadera ella miró hacia arriba y le dijo, formando las palabras
sin sonido: ¿Hacemos las paces? Después,
la sonrisa fue atenuándosele en la boca y le empezó a brillar en el fondo de
los ojos, temible y desvalida al mismo tiempo.
Mientras se metía en la bañadera, él pensó si eso que
estaba pasando era el principio de una maratón altruista o apenas una
claudicación más. Pero no le importó demasiado; siempre le había resultado
difícil pensar adentro del agua.
De Nadar de Noche de Juan Forn
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